La imagen es extraordinaria, esculpido sobre una hermosa pieza de roca blanca de más de dos mil años de antigüedad se puede ver a Siddhartha Gautama, “Buda – El hombre que despertó”. La talla nos lo muestra sentado en posición de loto y cubierto con una túnica cuyos pliegues están perfectamente marcados, en su cabeza es distinguible el nimbo, símbolo de su santidad, así como un moño de pelo, que representa tanto su poder ascético, como su continencia. A su derecha es distinguible la barbuda, corpulenta y musculosa figura de “Heracles – La gloria de Hera”, el mayor héroe griego, elevado a la divinidad tras su muerte, quien fue venerado como símbolo de fuerza, valentía, humanidad y generosidad. Semidesnudo y desprovisto de armas, Hércules sostiene en su mano derecha un espantamoscas con el que protege la meditación de Buda. En otras esculturas, también marcadas por el paso de los milenos, se puede apreciar a Buda acompañado por los dioses olímpicos, así como referencias a la historia del caballo de Troya y otros temas griegos.
Las esculturas que reúnen a Buda con deidades griegas, sobresalen porque en ellas son identificables elementos propios del estilo helenístico, tales como el movimiento expresivo, la anatomía realista, los detalles ornamentales y la acentuación de las formas, siendo un maravilloso ejemplo de la fusión cultural entre los griegos, los indios y los pueblos de las Satrapías Orientales del Imperio Persa (Bactria y Sogdiana). Esta rica amalgama de civilizaciones dio origen a lo que se conoció como el reino “Greco Bactriano” y el “Reino Indogriego” (250.AC-10.DC), que surgieron tras la muerte y fragmentación del imperio de Alejandro Magno (356.AC-323.AC), producto de la enorme extensión de sus territorios, la falta de un sucesor claro y las feroces luchas que este último hecho causó entre sus generales (Guerras de los Diádocos 323.AC-281.AC). Este particular reino ocupó el territorio de los actuales Afganistán, Uzbekistán y Tayikistán, así como otras partes de Asia Central, Pakistán y el noroeste de la India, llegando también a estar en contacto y luchar con la China de la Dinastía Han (206.AC – 220.DC), quienes se referían a los griegos como “Dayan o Grandes Jonios”.
Alejandro III (356.AC-323.AC), hijo de Filipo II de Macedonia (382.AC – 336.AC) y Olimpia de Epiro (375.AC – 316.AC), nació en la ciudad de Pela y fue un hombre que se transformó en leyenda. Conocido como Rey Filósofo, General Invicto, Bárbaro Destructor, Rey Macedonio, Dios Invencible, Hegemón Griego, Rey de Asia, Faraón de Egipto, Gran Rey de Media y Persia, Sucesor de los Aqueménidas, Hijo de Zeus – Amón o Tirano, sus extraordinarios logros le permitieron conquistar las páginas de la Biblia, libro que lo menciona en Daniel 8 y Macabeos 1, pasando a la posteridad como “Alejandro Magno – El Grande”. Con sus incomparables gestas, este inigualable guerrero consiguió que cada momento de la historia pueda encontrar consejo o compañía junto al gran conquistador macedonio, al ser posible identificarse con alguno de los aspectos de su extraordinaria y compleja personalidad o sus proezas. De piel blanca, una hermosa presencia física, cabello semi ondulado de color castaño claro, el ojo izquierdo marrón y el derecho gris, fue formado por Leónidas, su preceptor, quien lo educó físicamente, enseñándole a contentarse con poco y a vivir frugalmente, así como por Lisímaco, su pedagogo, quien se encargó de que su educación fuera griega.
De especial importancia fue la instrucción que recibió del gran Aristóteles, del Liceo de Atenas, quien durante cinco años le enseñó a pensar, instruyéndolo en filosofía, historia, lógica, retórica, metafísica, estética, ética, política y biología, al tiempo que le hizo descubrir la poesía griega, los trágicos y la Ilíada, su libro favorito. En el impetuoso Alejandro se forjó una personalidad en la que eran identificables energía, bondad, ambición, sensibilidad, tenacidad, inteligencia, generosidad, valor físico, pensamiento estratégico, comportamiento heroico, dominio de sí mismo y una naturaleza filosófica dictada por la razón. También estaban presentes un temperamento violento, colérico y cruel, siendo un hombre que tendía a los excesos; elementos que se acentuaron a medida que se adentró en oriente y se acumularon los triunfos, las perdidas, los desafíos y las intrigas. Desde pequeño destacó y no solo por ser el hijo del rey, siendo conocida su hazaña de domar, a los trece años, a Bucéfalo, un magnífico e indómito caballo, que el joven príncipe pudo someter al descubrir que temía a su propia sombra. Con este majestuoso animal desarrolló un profundo vínculo afectivo y fue la montura que lo acompañó durante las dos décadas siguientes en todas sus campañas, muriendo durante o tras la batalla de Hidaspes (326.AC) producto de las heridas, siendo la ciudad de Bucefalia, en la India, fundada en honor de este grandioso semental.
Para el año 338.AC, a los dieciocho años, participó con su padre en la batalla de Queronea, contra la alianza entre Tebas y Atenas, dirigiendo a la caballería macedónica del ala izquierda que rompió la línea griega, poniendo en fuga a la derecha tebana, una victoria que afianzó el control macedonio sobre las ciudades griegas y llevó a la creación de la Liga de Corinto, siendo Alejandro nombrado gobernador de Tracia ese mismo año. Filipo se divorció de Olimpia en el 337.AC, una acción que lo enemistó con Alejandro quien huyó con su madre a Epiro y que causó gran malestar entre los nobles de los territorios de la reina, frente a lo cual, el Rey decidió, en el año 336.AC, casar una de sus hijas, Cleopatra, con un hermano de Olimpia llamado Alejandro de Epiro. El matrimonio se llevó a cabo en Egas (Aigai), la antigua capital de Macedonia y durante la ceremonia Filipo II recibió una certera puñalada en el costado, estocada mortal que fue propinada por uno de sus guardaespaldas, identificado como Pausanias. El asesinato del rey sigue estando envuelto en el misterio, pues el perpetrador fue ajusticiado por la guardia personal mientras trataba de escapar, siendo sospechosos de haber ordenado el crimen, Alejandro, Olimpia, el Rey de Persia, los nobles macedonios o Demóstenes de Atenas. Tras la muerte de su padre, Alejandro asumió el trono de Macedonia.
Para evitar el surgimiento de competidores al poder, mató a la familia de su madrastra, así como a los pretendientes a la corona, asegurándose la lealtad del ejército. En ese momento tuvo que enfrentar una rebelión en los Balcanes y la sublevación de las ciudades griegas, quienes cometieron el error de ver en Alejandro a un niño débil, inexperto e inseguro, un individuo del que sin lugar a dudas podrían deshacerse con facilidad. Sin embargo, la respuesta de Alejandro fue veloz, contundente e implacable. Para el 335.AC lanzó una exitosa campaña contra Iliria y Tracia que volvieron a quedar bajo control de Macedonia, siendo visto por sus adversarios como un muchacho impetuoso que daba muestras de ser un comandante competente. Luego se movió con una velocidad extraordinaria para responder a la rebelión de la región de Tesalia y de la ciudad de Tebas, que pese a una feroz resistencia, fue tomada y destruida por las fuerzas de Alejandro, quien a partir de ese momento fue considerado como un hombre temible que infundía terror y respeto en el corazón de sus enemigos. Al avanzar hacia Ática, Atenas, atemorizada por el respaldo que había dado a los tebanos y temiendo correr su mismo destino, reconoció el liderazgo de Alejandro nombrándolo “Hegemón Griego”, teniendo el monarca macedonio un gran respeto por esta ciudad debido a su filosofía, su arte y su cultura. Ahora podía concentrarse en llevar a cabo la empresa que no pudo realizar su padre, liberar las ciudades griegas de Asia Menor y conquistar el Imperio Persa.
Al mando del ejército que heredó de Filipo, Alejandro cruzó el Helesponto en el año 334.AC al frente de una fuerza de 40.000 hombres, dando así inició a la invasión del colosal imperio de los aqueménidas, donde reinaba Darío III. Esta asombrosa y perfectamente sincronizada máquina de guerra estaba compuesta por la “Caballería defensiva” que se desplegaba a la izquierda y la “Caballería de asalto” que se desplegaba a la derecha, lugar donde también formaba la Caballería de los Asociados, que estaba conformada por la nobleza del reino. En el centro se desplegaba la “Falange Macedonia”, una intimidante masa de infantería, reconocible por sus largas picas, conocidas como sarisas, de hasta siete metros de longitud. En batalla, el imparable muro de picas de la falange avanzaba contra el enemigo actuando como un yunque que servía de soporte para que la caballería de asalto, que actuaba como un gigantesco martillo, destrozase al enemigo, siendo la cabeza de ese martillo, la caballería de los asociados, lugar donde se ubicaba Alejandro. Asimismo, el ejército estaba acompañado por tropas de escaramuza ligeramente armadas, escuadrones de caballería no griegos, lanceros exploradores, aliados griegos y tracios, así como por unidades logísticas y de ingenieros, que fueron vitales para el éxito de las conquistas.
Con estas fuerzas y bajo la competente dirección estratégica de Alejandro, los macedonios destruyeron todos los ejércitos que enfrentaron en masivas batallas campales como Gránico (334.AC), Issos (333.AC), Gaugamela (331.AC), Puertas Persas (330.AC) o Hidaspes (326.AC). Las fuerzas macedonias también salieron victoriosas en la toma de ciudades y fortalezas como Mileto (334.AC), Halicarnaso (334.AC), Tiro (332.AC), Gaza (332.AC), Roca Sogdiana (327.AC) o Aornos (326.AC), lugares que para ser conquistados exigieron al máximo las capacidades técnicas de las tropas e ingenieros macedonios. Tras derrotar a Darío III en la colosal batalla de Gaugamela, destruir Persépolis (Mayo de 330.AC) y del asesinato del Rey Persa a manos de sus propios comandantes (Julio 330.AC), Alejandro tuvo que enfrentar un reto poco común que se ha perdido en la inmensidad de sus hazañas. Para el año 329.AC se vio en la necesidad de perseguir al asesino de Darío, Bessos, quien reclamó el trono persa e instigó una rebelión en las provincias de Sogdiana y Bactria, belicosas Satrapías Orientales del Imperio Persa en lo que hoy se conoce como Afganistán y partes de Asia Central. Allí, los macedonios se enfrentaron a una geografía agreste y a un tipo de guerra que no se parecía a nada de lo que Alejandro hubiera afrontado antes o después, fue la más dura de sus campañas, la prueba suprema a su liderazgo, capacidades de organización y visión de futuro.
Los guías arios y partos le indicaron a Alejandro que había poca o ninguna información sobre esta zona o sus habitantes, siendo territorios que iba descubrir a medida que avanzaba, pues el control del Imperio Persa había sido, por lo general, débil. La poca información de la que se disponía hablaba sobre poblaciones numerosas, de tipo sedentario o nómada, feroces guerreros particularmente adaptados a la guerra de guerrillas en las montañas, al estar sus territorios marcados por cumbres que tocaban el cielo, rutas cubiertas de nieve y hielo, así como zonas desérticas o semidesérticas, con algunos valles fértiles, siendo muy bajas las probabilidades de conseguir avituallamiento. Con estos pocos datos, el agudo intelecto de Alejandro comprendió que la estructura de su ejército era poco eficaz para afrontar el desafío que se avecinaba, no lucharía contra masivos ejércitos como los desplegados por Darío en Issos o Gaugamela, sino que tendría que enfrentar grupos de guerreros dirigidos por líderes locales, fervorosamente decididos a combatir por su independencia. De ellos esperaba una estrategia de acoso y emboscadas, donde sus tropas tendrían que luchar combates defensivos, contra hábiles jinetes que atacarían los elementos más débiles y aislados de su ejército. Tras los ataques, huirían a las montañas, las estepas o los desiertos para volver a aparecer en otra parte, unas horas o días después, con el fin de continuar los ataques buscando agotar a los soldados, extinguir su voluntad de lucha y así destruir al ejército.
Por ello, Alejandro decidió reorganizar sus fuerzas, fragmentando su gran ejército en pequeñas unidades móviles e incrementando el tamaño de la caballería ligera, utilizando para ello caballos locales que, aunque pequeños y algo nerviosos para los estándares macedonios, eran excelentes al estar adaptados al terreno y al clima. Inspirado en el tipo de guerra librado por los asiáticos, creó escuadrones de lanzadores de jabalina (Hippocontistes) y de arqueros a caballo (Hippotoxotes), rediseñando también los uniformes de sus soldados que ahora debían responder al clima afgano. Implementó turbantes que protegieran los cráneos de la insolación y cambió las sandalias greco macedonias, por una especie de botas que les facilitaran caminar sobre la nieve o el hielo. En respuesta al escenario que le presentaban a Alejandro la conjunción de una agreste topografía y el desconocimiento sobre la existencia de ciudades importantes, estructuró su ejército no solo con soldados, sino que también incorporó un gran número de médicos, administradores, funcionarios civiles, almacenes, servicios de intendencia y tiendas rodantes con equipos y provisiones, tanto para los hombres, como para los caballos. Pensando en las necesidades de sus soldados, también integró a sus fuerzas un numeroso séquito de cortesanas, lo que Roger Caratini en su biografía sobre Alejandro Magno ha llamado, el primer lupanar de campaña de la historia.
Con estas medidas, el ejército de Alejandro se dispuso para enfrentar la dura prueba que se avecinaba. Sin embargo, en la campaña afgana, el Hegemón Griego también se distinguió porque en ella se hizo palpable la visión que guiaba sus conquistas y la cual giraba en torno a la fusión de las culturas griegas, persa y la de los demás pueblos con los que interactuaba. Esta visión hizo que Alejandro siempre se presentara como un conquistador civilizador, siendo ejemplo de esta “Helenización” las cerca de 20 ciudades (Alejandrías) que fundó durante sus campañas, aunque también fue una idea que motivó conjuras y generó cáusticos enfrentamientos con algunos de sus oficiales, quienes se veían a sí mismos como hombres libres y conquistadores victoriosos que no tenían por qué aceptar los referentes culturales de los barbaros vencidos. En su paso por Afganistán, el ejército estuvo acompañado por un gran número de “Rétores”, que eran personas a las que se les encargó enseñar griego y educar en la cultura griega a los hijos de los derrotados, estando esta acción acompañada por el decidido trabajo de ingenieros, arquitectos, mercaderes, artesanos y narradores, que eran la piedra angular para la construcción de ciudades. Las urbes y colonias militares que Alejandro fundó a lo largo de su paso por el país, como Alejandría Aracosia (Actual Kandahar), Alejandría del Cáucaso (Actual Bagram) o Alejandría de Aria (Actual Herat), fueron las bases para el control y la transformación del territorio, así como para la cimentación de la cultura griega en Afganistán y de su futura fusión con las civilizaciones persa e india.
La campaña en Afganistán y Asia Central, entre 329.AC y 328.AC, fue brutal, de una dureza incomparable. Alejandro y sus tropas enfrentaron enfermedades, climas extremos, temibles acantilados, marchas rápidas extenuantes, constantes ataques de guerrilla, atroces asaltos a fortalezas montañosas, hazañas de armas en las que el propio Alejandro fue herido varias veces; masacres, saqueos y destrucción de poblados, así como implacables rebeliones de caudillos locales, de las cuales, la revuelta del noble bactriano Espitamenes, fue la más cruenta. Con el ejército que había construido para responder a este desafío, Alejandro pacificó las Satrapías Orientales al lograr capturar a Bessos, que fue juzgado y ejecutado por su crimen, aplastando también la revuelta de Espitamenes, quien tras una infatigable resistencia fue asesinado por sus aliados. Asimismo, fue crucial el haber logrado vencer a las belicosas tribus escitas de las estepas, la conquista de Maracanda y la Roca Sogdiana, así como el sometimiento de las tribus, bien fuese por la fuerza o mediante la firma de tratados. Tras su triunfo en Sogdiana conoció a Roxana, hija de un noble llamado Oxiartes, con quien se casó tanto por cariño, como por la necesidad de cimentar la alianza con las tribus, quedando el oscuro carácter de la campaña afgana reflejado en el enfrentamiento que se produjo, durante un banquete en Maracanda, entre Alejandro y su amigo Clito, ambos en estado de ebriedad, un hecho que tuvo consecuencias fatales.
Cuentan las crónicas que Clito le recriminó en voz alta al Rey la aceptación de sus supuestos orígenes divinos, rebajando los méritos del conquistador macedonio frente a los de Filipo, acusándolo indirectamente del asesinato de su padre y reprochándole la admisión e imposición de las costumbres de los barbaros persas, señalando que el verdadero mérito era de los soldados macedonios, al tiempo que le gritaba que no volviera a invitar hombres libres a su mesa. Pese a los esfuerzos de los asistentes por separarlos, Alejandro, irritado por los insultos y vociferando que Clito le debía todo pero que ahora lo traicionaba, arrancó de las manos de un guardia una jabalina y con ella atravesó el pecho de su amigo, uno de sus hiparcas (Comandante de caballería), quien le había salvado la vida durante la batalla de Gránico y quien cayó muerto en el acto. Tras intentar acabar con su vida y sumido en la desesperación por tan atroz hecho, Alejandro se aisló en Nautaca o Maracanda, para secar sus lágrimas, recomponer su ánimo y pensar en su próxima expedición, la India, sobre la que marchó entre los años 327.AC y 326.AC. Alejandro, estratega incomparable, avanzó con su habitual tenacidad, inteligencia y decisión hacia tierras misteriosas, envueltas en la niebla de los mitos del Dios Dionisio, teniendo que librar terribles batallas campales, como la del río Hidaspes (Actual Jhelum), en mayo del 326.AC, contra Poros, líder del reino indio de Taxila quien acudió a la batalla con cerca de 200 aterradores elefantes de guerra. Una jornada que estuvo llena de heridas, pérdidas y esfuerzos sobrehumanos.
Tras la victoria sobre Poros, sus tropas, fatigadas por cerca de diez años de campañas, batallas y asedios, agotadas por los combates, el dolor y la gloria, se negaron a seguir adelante, fue el fin del sueño Indio. En el 325.AC se encaminó de regreso a Babilonia descendiendo y luchando por el Indo, tomando con una parte de su ejército la inclemente ruta sur, a través del desierto de Gedrosia (Actual Makran), una decisión que diezmó a sus fuerzas. Tras pagar las deudas a sus soldados, licenciar a las tropas veteranas, trabajar para resolver problemas administrativos, castigar casos de corrupción, contemplar nuevas campañas hacia la Península Arábiga y de hacer un importante esfuerzo para fusionar y crear un entorno más armónico entre sus súbditos griegos y persas (Bodas de Susa, donde Alejandro casó 10.000 macedonios con 10.000 muchachas persas y decisión de integrar 30.000 soldados persas en su ejército); el 13 de junio del 323.AC, Alejandro murió en el palacio de Nabucodonosor II de Babilonia, luego de una semana en la que su salud se deterioró de forma sostenida e irreversible, debido a fiebres, dolores de cabeza, cansancio extremo y la pérdida del habla. El 12 de junio se permitió que uno a uno, los oficiales y soldados de su ejército, pasaran por la habitación de Alejandro para verlo, estando el conquistador en condiciones de tan solo hacer un ligero movimiento con la mano.
En los pocos momentos de lucidez del fatídico día 13, Alejandro dejó que uno de sus generales, Perdicas, tomara posesión de su sello y ante la pregunta de sus oficiales sobre ¿A quién dejaba el imperio?, el Rey dio una respuesta en la que unos creyeron oír la palabra “Kratisto”, que significa “Al más fuerte o al mejor”, mientras que otros oyeron “Heracles”, el nombre de su hijo mayor con una concubina persa, Barsine y otros escucharon “Cratero”, uno de sus generales más competentes. Bien fuese como resultado de los excesos, la enfermedad o el veneno, al ponerse el sol, Alejandro Magno, con su cuerpo cubierto por las cicatrices que adquirió a lo largo de sus campañas, murió el vigésimo octavo día del mes griego de Skirophorion (Daicios en macedonio), en la 114 Olimpiada, a la edad de 32 años y ocho meses, en el decimotercer año de su reinado. Al no tener ningún heredero legítimo debido a que su medio hermano, Filipo III, era discapacitado mental, su hijo Alejandro IV aún no había nacido, su otro hijo, Heracles, fue producto de una relación con una concubina y sus últimas palabras fueron confusas, la sucesión del imperio quedó en el limbo. Sus hijos, su esposa, su hermana, su madre, su medio hermano y su concubina, fueron asesinados, mientras que los territorios de su imperio se fragmentaron y se hundieron en cruentas guerras entre sus generales, quienes se aniquilaron entre sí, saliendo victoriosos Ptolomeo, que se quedó con Egipto, Seleuco, que tomó los territorios que iban desde el Mediterráneo hasta la India, Lisímaco, que conquistó Tracia y Asia Menor, y Antígono que con su hijo Demetrio, tomó Macedonia y Grecia.
Aunque la ardorosa vida de Alejandro se apagó, su legado cultural griego floreció a lo largo de los siglos a través de la civilización helenística, que de muy diversas formas tomó cuerpo en los reinos de sus sucesores, siendo el de Afganistán un caso llamativo por la crudeza de la campaña que allí se libró, las dificultades geográficas del lugar y la poderosa fusión cultural que surgió. Es difícil tener total certeza de lo que significaba exactamente la idea de Alejandro de fusionar o mezclar las culturas de su heterogéneo imperio, pero fue en las Satrapías Orientales donde se consolidaron los últimos reinos griegos libres y se vio una manifestación de esta idea. Tras su breve paso por Bactria, Alejandro dejó la región bajo control de un macedonio llamado Diodoto y su hijo, del mismo nombre, se proclamó rey hacia el 250.AC, surgiendo así el “Reino Greco Bactriano”, algo que los seléucidas se limitaron a aceptar debido a la baja importancia que daban a la zona, las dificultades para controlarla y la prioridad que tenían las guerras que libraban contra los ptolomeos de Egipto y los partos. Las principales fuentes sobre este reino se hallan en las ruinas de sus ciudades, la arquitectura, las estatuas, las monedas y en lo narrado por los chinos de la Dinastía Han, quienes hablan de sus excéntricos productos artísticos, sus particulares tejidos, sus caballos y su orfebrería. Las ruinas de las ciudades nos cuentan una fascinante historia que parte del diseño griego cuadricular de las mismas, con sus teatros, ágoras, templos, gimnasios, fortificaciones o edificios públicos, siendo también griega la arquitectura y los referentes religiosos. Sin embargo, rápidamente se ponen de manifiesto las influencias persas, babilónicas e indias, pueblos a los que unía la geografía, la historia, el comercio, la guerra y la amalgama cultural impulsada por el conquistador macedonio.
Hacia el año 200.AC o 180.AC, el Rey Greco Bactriano, Demetrio I, atacó al debilitado Imperio Maurya de la India, apoderándose de lo que hoy en día es Pakistán y el noroeste indio, un proceso que continuó hasta el 150.AC, cuando Meandro I, tomó la capital imperial, Pataliputra. Los territorios de la cuenca baja del Indo se constituyeron en un nuevo reino, conocido como el “Reino Indogriego o Yavana”, que se caracterizó no solo por su herencia griega, sino por un importante intercambio cultural y comercial con la India, siendo famoso el diálogo entre el Rey Indogriego Meandro y el sabio budista Nagesena. En este contexto surgió el arte greco budista, como el de la región de Gandhara, de donde provienen estatuas de Buda esculpidas siguiendo el modelo griego, así como relieves que mezclan personajes de la tradición budista, con la griega, y que están acompañados por frisos o capiteles de estilo helenístico que adornan edificios budistas, existiendo también monedas con inscripciones en griego y en la escritura local. Estos reinos sucumbieron en el año 10.DC, bajo el avance de los nómadas escitas y yuezhi, sin embargo, los vencedores permitieron que las comunidades greco bactrianas e indogriegas conservaran su cultura, la cual se mantuvo hasta el siglo VII.DC, cuando con la llegada del Islam se prohibieron las imágenes humanas que se identificaran con ídolos paganos.
En los reinos que sucedieron al imperio de Alejandro, era común encontrar un abismo insalvable ente las élites depositarias de la cultura griega y el pueblo al que gobernaban, el cual tendía a conservar, defender o exaltar sus propios patrones culturales. Fue en los agrestes territorios de Asia Central, un lugar que llevó a Alejandro y sus hombres al límite de sus capacidades, donde se dio algo de aquella unión entre oriente y occidente que el gran conquistador tanto anheló. Este hecho no se debió al azar, ni fue el resultado de ser un hijo de Zeus, Alejandro, ejemplo supremo de lo que se espera de un estratega, mostró en su campaña de las Satrapías Orientales lo mejor del liderazgo, la organización y la visión de futuro, tanto en el nivel táctico como en el estratégico. La antorcha que Alejandro encendió en medio de las turbulencias de su paso por Bactria y Sogdiana, se convirtió en un faro que produjo en el largo plazo los extraordinarios reinos greco bactriano e indogriego, invaluables ejemplos de la fusión entre culturas. Este podría ser el final de la historia del Dios invencible y su paso por las zonas orientales del Imperio Persa, salvo que la historia de Alejandro Magno no tiene fin. Hoy, cuando se nos presenta a Afganistán como un cementerio de imperios, una causa perdida, un lugar en el que el único curso de acción es la retirada, resuenan con fuerza entre la bruma de la historia, con su luz y su oscuridad, las asombrosas acciones de este hombre extraordinario. Alejandro es un inmortal recordatorio sobre cómo lograr lo que parece imposible en la guerra, una inagotable fuente de inspiración que hace que nosotros, sombras que nos desvanecemos al atardecer, sigamos honrándolo con nuestras palabras, dos mil trescientos años después de su muerte.